Jacinto, el joven hijo del rey de Esparta, contaba con el amor de Apolo. El dios solía bajar por las orillas del río Eurotas, para pasar tiempo con su joven amigo. Cansado de su música y de su gran arco, Apolo hallaba descanso en pasatiempos sencillos. Jacinto iba a cazar a los bosques y calveros de las laderas de las montañas, practicaba gimnasia. La vida sencilla despertó los apetitos de Apolo. Apolo le entregó su amor sin restricciones, olvidando que se trataba de un simple mortal.
Una vez, durante una calurosa tarde de verano, los amantes se desnudaron, se untaron con aceite de oliva y probaron suerte en el lanzamiento de disco, cada uno de ellos intentando superar al otro. El disco de bronce volaba cada vez más alto. Finalmente, reuniendo todas sus fuerzas, giró sobre sí mismo hasta que dejó libre el brillante disco, que se alzó rápidamente, cual pájaro, cortando en dos las nubes hasta que, brillando como si fuese una estrella, empezó a caer.
Jacinto corrió a cogerlo, tanta era la prisa que tenía por lanzarlo, para demostrar a Apolo que, por joven que fuera, no era menos diestro que el dios en este deporte. El disco cayó por fin a tierra pero era tanta la fuerza que llevaba que rebotó y golpeó violentamente a Jacinto en la cabeza. Este gimió dolorido y cayó al suelo. La sangre manó en grandes cantidades por su herida, tiñendo de profundo carmesí el oscuro cabello del hermoso joven.
Horrorizado, Apolo corrió hacia su amigo, se inclinó sobre él, dejó reposar su cabeza sobre sus propias rodillas e intentó desesperadamente cortar el torrente de sangre que salía de la herida, pero fue en vano. Jacinto cada vez estaba más pálido y sus ojos, perdieron su brillo mientras su cabeza caía hacia un lado. Con el corazón destrozado, Apolo gritó: "¡Te llevaron las garras de la muerte, amado amigo!
-Ay de mí, pues por mi culpa has muerto. ¿O debo culpar a mi amor? Ay, culpa de un amor que demasiado ama. ¡Si tan sólo pudiese expiar mi culpa uniéndome a ti en el viaje a los reinos desolados de la muerte! ¿Por qué he sido castigado con la maldición de la vida eterna? ¿Por qué no puedo seguirte?
-Ay de mí, pues por mi culpa has muerto. ¿O debo culpar a mi amor? Ay, culpa de un amor que demasiado ama. ¡Si tan sólo pudiese expiar mi culpa uniéndome a ti en el viaje a los reinos desolados de la muerte! ¿Por qué he sido castigado con la maldición de la vida eterna? ¿Por qué no puedo seguirte?
Apolo sostuvo a su moribundo amigo junto a su pecho. Jacinto murió y su alma voló al reino de Hades. El dios se agachó y susurró suavemente junto a la cabeza del joven muerto:
-Siempre vivirás en mi corazón, hermoso Jacinto. Que tu recuerdo viva también entre los hombres.- Y, a una orden de Apolo de la sangre de Jacinto brotó una flor roja a la que nosotros llamamos jacinto.
-Siempre vivirás en mi corazón, hermoso Jacinto. Que tu recuerdo viva también entre los hombres.- Y, a una orden de Apolo de la sangre de Jacinto brotó una flor roja a la que nosotros llamamos jacinto.
Así, la memoria de Jacinto pervivió entre la burguesía de Esparta, que honró a su hijo, a quien festejó durante tres días con las fiestas jacinteas. El primer día, lloraron su muerte y los dos últimos, celebraron su resurrección.
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