Por la fuerza que tenía Heracles, Euristeo lo envidiaba, y cada vez que le mandaba un trabajo esperaba que acabase muerto, pero el héroe vivió hasta cumplir todas las tareas impuestas por su primo. Moriría después por causa de su esposa Deyanira.
Matar al León de Nemea y despojarle de su piel. Matar a la Hidra de Lerna.
Capturar a la Cierva de Cerinea.
Limpiar los Establos de Augías en solo un día.
Matar a los Pájaros del Estínfalo.
Capturar al Toro de Creta.
Robar las Yeguas de Diomedes.
Robar el Cinturón de Hipólita.
Robar el Ganado de Gerión.
Robar las Manzanas del Jardín de las Hespérides.
Capturar a Cerbero y sacarlo del Inframundo.
Capturar a la Cierva de Cerinea.
Limpiar los Establos de Augías en solo un día.
Matar a los Pájaros del Estínfalo.
Capturar al Toro de Creta.
Robar las Yeguas de Diomedes.
Robar el Cinturón de Hipólita.
Robar el Ganado de Gerión.
Robar las Manzanas del Jardín de las Hespérides.
Capturar a Cerbero y sacarlo del Inframundo.
Matar al león de nemea y despojarle de su piel
El león de Nemea era un despiadado monstruo que vivía en Nemea, aterrorizando sus alrededores. Su verdadero punto fuerte era que tenía una piel tan gruesa que resultaba impenetrable a las armas, por lo que parecía ser invencible. Heracles viajó a la ciudad, donde se hospedó en casa de Molorco, y después partió a la cacería de la fiera. Le disparó flechas, le atacó con una espada de bronce y le golpeó con un garrote hecho de un olivo (que él mismo había arrancado de la tierra), pero todo resultó inútil. Entonces Heracles planeó un golpe estratégico. Fue a la guarida del animal, que tenía dos entradas, y taponó una de ellas. Azuzó al león para que entrara por la otra, y acorralándolo, lo estranguló.
Heracles empleó horas intentando desollar al león sin éxito. Por fin Atenea, disfrazada de vieja bruja, ayudó a Heracles a advertir que las mejores herramientas para cortar la piel eran las propias garras del león. De esta forma, con una pequeña intervención divina, consiguió la piel del león, que desde entonces vistió a modo de armadura, usando su cabeza como yelmo.
La hidra de Lerna
A Hércules le faltaban aún muchas hazañas por realizar, hasta liberarse del yugo del cruel Euristeo. A pesar de haber demostrado su valentía derrotando al león de Nemea, el rey le deparaba un enemigo aún peor.
En las húmedas tierras que circundaban el lago de Lerna, oculta bajo la sombra de los plátanos y custodiando una de las entradas del mundo subterráneo, se encontraba la Hidra, que había sido cuidada por la propia Hera, madre de los dioses y enemiga implacable de Hércules. Esta hidra se asemejaba a una enorme serpiente y estaba dotada de un aliento venenoso que expulsaban sus incontables cabezas. Nadie había sobrevivido a su encuentro, pero Euristeo exigió a nuestro héroe que se encaminara hacia Lerna para acabar con el monstruo.
Hacia allí se dirigió Hércules, acompañado por su sobrino Yolao, fiel escudero que le acompañaba en sus aventuras. Ambos guardaban silencio en el carro que conducía éste, conscientes del peligro que iban a afrontar.
Cuando llegaron al lago, no les costó adivinar dónde se encontraba la guarida de la Hidra, pues un reguero de huesos marcaba un fatídico camino hasta la entrada de la cueva donde se encontraba el monstruo. Ambos prendieron antorchas que arrojaron en el interior de aquella negra oquedad, para forzar a la Hidra a salir al exterior y enfrentarse a ella bajo la luz del sol.
Quizás hubieran preferido luchar en la oscuridad, pues el aspecto del ser que emergió de las profundidades de la roca, siseando como si albergara la rabia de mil cobras enfurecidas, encogió sus corazones. El aspecto de la Hidra era imponente. Se irguió por encima de la altura de los caballos, que huyeron horrorizados y sus incontables fauces empezaron a exhalar su aliento mortífero. Por suerte, tanto Yolao como Hércules habían tomado la precaución de cubrir sus rostros con telas, para impedir que aquellos gases infectos pudieran dañarles y, con un grito descomunal, Hércules se abalanzó sobre la Hidra, blandiendo una espada de oro. Cegado por la furia del combate y la repugnancia que le causaba el animal, no se dio cuenta de que sus embates no hacían sino redoblar la fortaleza de su enemigo.
– Detente, Hércules, por cada cabeza que corta el filo de tu espada, surgen dos nuevas serpientes. ¡Huyamos antes de que sea demasiado tarde! – suplicó Yolao.
– ¡El fuego, tu antorcha!
Yolao entendió al instante las instrucciones de su tío. Haciendo acopio de valor, se acercó hasta los dos combatientes y aplicó el fuego de una antorcha sobre los cuellos cercenados por la espada de Hércules, cerrando así las negras heridas e impidiendo que nuevas cabezas pudieran brotar.
La Hidra se retorcía de dolor y ya apenas le quedaba la serpiente principal, aquella que era inmortal y no podía ser dañada. Con un rápido movimiento, blandiendo la espada con sus fuertes brazos, Hércules cortó el cuello que sustentaba la cabeza de la Hidra, que cayó al suelo entre estertores, derramando una sangre espesa, negra, nauseabunda. El héroe había vencido de nuevo, esta vez con la ayuda inestimable de Yolao que, desfallecido, contempló cómo su tío enterraba la cabeza del monstruo y untaba con aquella mortífera sangre la punta de sus flechas, que a partir de ese momento tendrían un efecto letal al menor roce.
Exhaustos y tratando de olvidar el horror que dejaban atrás, regresaron a Tebas, en busca de más instrucciones de quien era en realidad su más difícil enemigo, Euristeo.
El jabalí de Erimanto
El cuarto trabajo que Euristeo encomendó a Hércules fue dar caza con vida al jabalí de Erimanto, nombre del monte por cuyas laderas sembraba esta bestia el terror y la destrucción
El legendario héroe se enfrentaba una vez más a la difícil tarea de dar caza a una criatura única en su especie. Si bien la cierva de Cerinia había destacado por su frágil belleza y extraordinaria rapidez, el jabalí con el que iba a enfrentarse era una criatura de una fuerza y brutalidad inusitadas. Se alimentaba de seres humanos y sus patas hollaban la tierra con tal potencia que la hacían temblar como si se tratara de un terremoto. Era capaz de arrancar del suelo con sus cuernos de media luna las raíces de los árboles y con una sed insaciable de destrucción recorría campos y sembrados, arrasando todo lo que se cruzaba a su paso.
Camino a la Élide, donde vivía el monstruoso jabalí, Hércules acabó con la vida de Sauro, un bandido cruel famoso por no tener piedad con sus víctimas y que encontró el fin de sus fechorías entre los fuertes brazos del hijo de Zeus. En agradecimiento por haber acabado con el ladrón, Hércules fue agasajado por Folo, un centauro que residía por aquellas tierras.
Folo, como Quirón, era un centauro sabio y amable y no compartía el carácter fiero y adusto de los de su raza. Feliz por la desaparición del malvado Sauro, acogió en la cueva que le servía de morada al héroe y le ofreció carne asada y vino de unas cráteras antiquísimas que atesoraba en lo más recóndito de la gruta y que había preparado el mismo Dioniso muchas generaciones antes, previendo que el centauro recibiría en un futuro la visita del más grande de los hombres.
Pero no todos los centauros eran tan hospitalarios como Folo. Casi todos ellos se habíandejado arrastrar por su parte menos humana y comían carne cruda, enfurecidos por el declive de su estirpe, olvidada por los dioses del Olimpo. Al oler el fuerte aroma del vino sagrado, que pensaban reservado para ellos, enloquecieron. No podían consentir que las cráteras de Folo fueran dispuestas para un humano y atacaron la cueva. Hércules se vio rodeado por aquellos seres tan poderosos y extraordinarios, y tuvo que defenderse lanzándoles las flechas que había emponzoñado con la sangre de la hidra de Lerna. Huyeron los centauros al ver que varios de sus compañeros caían derrotados y el mismo Folo, sorprendido por el hecho de que una sola flecha pudiera abatir con facilidad a uno de los suyos, quiso examinar las saetas con sus propias manos, con tan mala suerte que le cayó una de estas en el talón, haciéndole un leve rasguño que le provocó una muerte instantánea.
Entristecido y tras enterrar al noble Folo con grandes honores, Hércules retomó el auténtico objetivo de su viaje y partió en pos del jabalí. Cuando llegó al fin a las inmediaciones del monte Erimanto, encontró por doquier señales de su presencia: árboles arrancados y grandes extensiones de tierra removida, poblaciones enteras abandonadas y parajes desolados en los que las alimañas campaban a sus anchas. . No le costó seguir aquel rastro de destrucción, hasta encontrar al jabalí que, consciente de que no se enfrentaba a un humano cualquiera, huyó con presteza de su cazador. Hércules persiguió al animal lanzando fuertes gritos, hasta acorralarlo en un ventisquero, donde sus fuertes patas se entorpecieron con la nieve, facilitando que el héroe se arrojara sobre sus lomos, para así atarlo con fuertes cadenas y sostenerlo sobre sus incansables hombros. Completado al fin el cuarto de los trabajos, regresó a Micenas cargando con su presa.
La cierva de Cerínia
Después de enfrentarse al león de Nemea y a la terrible Hidra, Euristeo encomendó a Hércules un trabajo que iba a requerir de él otras virtudes distintas al valor y a la fuerza que hasta ahora había demostrado.
Después de enfrentarse al león de Nemea y a la terrible Hidra, Euristeo encomendó a Hércules un trabajo que iba a requerir de él otras virtudes distintas al valor y a la fuerza que hasta ahora había demostrado.
Tenía que capturar con vida a la cierva de Cerinia y llevarla viva hasta Micenas. No era ésta una cierva cualquiera, ya que era tan enorme como veloz y en su tiempo había logrado escapar de la propia Artemis, que sorprendiéndolas a ella y a sus cuatro hermanas, paciendo en un claro de bosque, las unció a toda a su carro, salvo a ella, que huyó libre e indómita.
Hércules sabía por tanto que era ardua la tarea de atrapar a aquel espléndido animal, que había logrado fajarse de la mismísima diosa de los bosques. Sería fácil reconocer a la cierva, no sólo por su gran tamaño, sino porque sus incansables pezuñas eran de bronce y lucía una cornamenta de oro, como si fuera en realidad un ciervo coronado que reinara entre todos los de su especie.
una
A pesar de ser conocido por su fortaleza, Hércules albergaba en su interior un gran corazón y una enorme sabiduría. Cuando se encontró con la cierva por primera vez, después de largas semanas de viaje, supo apreciar en ella la auténtica belleza, aquella que sólo los dioses o criaturas excepcionales, como aquella, lograban poseer. Entendió que no iba a ser una caza cualquiera, motivada por el hambre o el simple placer de abatir a la víctima, sino que se enfrentaba a la persecución de una criatura que había nacido para ser libre y admirada por sus cualidades.
Nuestro héroe no quería causarle ningún daño, así que se acercó con cautela, tratando de sorprenderla. Pero la cierva, siempre alerta, giró la cabeza y ambos se miraron a los ojos, reconociéndose como presa y captor. Antes de que pudiera siquiera rozarla con sus dedos, la cierva huyó como el rayo, arrancando chispas de las piedras del camino con sus pezuñas de bronce. No era sino el inicio de la que iba a ser una larga persecución. Hércules corrió en pos de la cierva incansablemente durante todo un año, atravesando ríos y praderas, escalando áridas montañas y descendiendo por peligrosas laderas. Como dos sombras fugaces, el cazador y su presa, atravesaron todas las tierras conocidas y llegaron a los confines de la tierra, donde reinos ignotos escapaban casi del alcance de los mapas. Ya que no podía correr tanto como ella, la única solución era no dejarla descansar, para poner a prueba su resistencia.
Finalmente, al límite de sus fuerzas, el perseguidor y su presa llegaron a la lejana Istria y al país de los Hiperbóreos, de los que se decía que eran inmortales. Quiso la cierva refugiarse en el monte Artemisia y poder así aplacar su sed en el río Ladón, que descendía por sus faldas y obtuvo Hércules, con aquel descanso del animal, una segunda oportunidad para atraparla. Consciente de que si se acercaba para asirla de nuevo con sus fuertes manos la cierva advertiría su presencia y reanudaría su fuga, armó su arco y arrojó una flecha certera, que atravesó el hueco existente entre el hueso y el tendón, sin derramar una sola gota de sangre y trabando de esta forma las formidables patas delanteras.
Al borde de las lágrimas, exhausto tras largos meses de caza, alejado de los suyos, dio por acabado aquel largo exilio, acercándose hasta el sorprendido animal y emprendiendo el regreso a Micenas con el vivo trofeo sobre sus cansados hombros, lleno de rabia por verse obligado a privar a aquella bella criatura de una merecida libertad.
Los establos de Augías
El quinto trabajo de Hércules iba a poner a prueba los límites de su dignidad. Euristeo, consciente de que el héroe, debido a su fuerza y sabiduría, iba resolviendo cuantos retos le iba encomendando, quiso humillarle con una tarea indigna y repugnante.
Augías, que había sido uno de los argonautas que había viajado con el gran Jasón, tenía el beneplácito de los dioses y su ganado no sufría nunca enfermedades. Sus innumerables cabezas, entre las que descollaban trescientos toros negros de patas blancas y doscientos sementales rojos, pacían a sus anchas por los alrededores del establo del rey de la Élide. Todo el ganado estaba además protegido por doce descomunales toros plateados, que lo defendían de fieras y ladrones.
Pero no era arrebatar a Augías alguno de estos excepcionales animales lo que le ordenó el caprichoso Euristeo a Hércules, sino limpiar los establos en un solo día. Esta tarea, que de por si no era digna de un hijo directo de Zeus, se le presentaba tan repugnante como irrealizable, pues el estiércol de los establos llevaba años sin recogerse y las heces se esparcían por los campos colindantes, propagando un nauseabundo hedor que protegía el lugar con tanta o mayor eficacia que cualquier toro bravo.
Augías, al saber que el mismísimo Hércules se disponía a realizar aquella limpieza imposible, hizo llevar al héroe ante su presencia y quiso motivarle con una recompensa adicional. Juró por los dioses, con su hijo Fileo como testigo, que si Hércules era capaz hacer desaparecer en un solo día toda aquella inmundicia, le haría entrega de la décima parte de su ganado.
Hércules aceptó el reto y, tragándose su orgullo, se dirigió sin remilgos a realizar un trabajo tan impropio de él, como si se tratara del más servil de los esclavos. No le fue muy difícil encontrar la ubicación de los establos, porque la pestilencia que los envolvía era como una mancha de suciedad que señalara su ubicación en un mapa. Al estar envuelto en la piel del león de Nemea, Faetonte, el líder de los doce toros que custodiaban los establos, arremetió contra él, confundiéndole con una fiera. Hércules, agradeciendo tener una oportunidad de demostrar su fuerza y valía, asió al toro por los cuernos y le obligó con sus propios brazos a inclinar la testuz. Pero por mucho que pudiera doblar en potencia a aquellos magníficos animales, la suciedad seguía acumulándose en el lugar, recordándole con su hedor que aún no había dado ni un paso adelante en el que era su auténtico cometido.
Fue gracias al consejo de Menedemo, que conocía la región, y con la ayuda de su sobrino Yolao, fiel escudero y de siempre vivo ingenio, que Hércules pudo alcanzar el éxito sin necesidad de recoger una sola pala de excrementos, o manchar sus fuertes manos, acostumbradas a tensar el arco y arrojar con fuerza la lanza. Abrieron sendas brechas en las paredes del establo y el héroe desvió el curso de dos ríos que rodeaban el lugar, haciendo que el agua torrencial arrastrara el estiércol muy lejos de allí.
No fue, desde luego, este el encargo que proporcionó más satisfacción a Hércules, porque Augías no quiso entregarle el diezmo pactado, aduciendo que Hércules había realizado la tarea por orden de Euristeo y no de él y que la limpieza la habían hecho en realidad los dos ríos. Por su parte, Euristeo no quiso que el trabajo contara como uno de los doce a realizar, porque Hércules había llegado a un acuerdo con Augías sin su consentimiento. Largas llegaron a ser las deliberaciones de sabios y jueces sobre quién tenía razón y a quién correspondía reconocer la labor realizada. No extrañe al lector que en tiempos tan antiguos encontremos temas tan vigentes, pues los mitos son reflejo de la naturaleza humana. Tras realizar aquel esfuerzo ingrato, Hércules quedó sin recompensa y los dos grandes reyes negaron, como si de empresarios de baja estofa se tratara, que lo hubieran contratado en aquel trabajo basura.
El toro de Creta
Hércules fue en busca del toro y, tras un breve forcejeo, lo agarró por los cuernos, se lo cargó en la espalda y se lo llevó vivo a Euristeo, el cual al ver al animal, corrió a meterse en la tinaja y le dijo a Hércules que se lo llevara de allí.
Las aves del lago Estínfalo
Séptimo trabajo de Hércules. Euristeo esta vez le mandó a Hércules liberar la ciudad de Estínfalo de las aves que se guarecen en un bosque cercano al lago. Son una multitud de aves terribles, con picos, garras y plumas de bronce, que devoran las cosechas e incluso a las personas.
Cuando Hércules llegó a Estínfalo sin muchas ilusiones de poder llevar a término su trabajo se le apareció Atenea que le entregó unas grandes castañuelas de bronce.
Hércules subió a una colina y tocó las castañuelas con lo cual las aves se fueron de allí.
Cuando regresó a Micenas para darle cuenta a Euristeo del cumplimiento de su misión vio que algunas aves de Estínfalo sobrevolaban el palacio de Euristeo, el cual, horrorizado estaba escondido en la tinaja, diciendo: - Decidle a ese insensato que se lleve de aquí a esos malditos pájaros.
Y, como Hercules aún no había devuelto las castañulas a Atenea, las tocó y los pájaros se marcharon.
Las yeguas de Diomedes
Octavo trabajo de Hércules. Esta vez Euristeo ordenó a Hércules que le llevara las cuatro yeguas de Diomedes que comían carne humana. Hércules consiguió arrebatárselas a Diomedes, que furioso fue con su ejército a matar a Hércules pero Hércules lo mató a el y su ejercito huyó.
Cuando le enseñó las yeguas a Euristeo, éste se metió en su tinaja y le dio orden de que las soltara.
Se dice que las yeguas murieron en el monte olimpo devoradas pro las fieras y las alimañas.
Noveno trabajo de Hércules. Debía conseguir el cinturón de Hipólita por lo que fue a Temiscira, el país de las Amazonas. Cuando llegó, Hipólita le dio la bienvenida y lo invitó a pasar unos días ya que lo admiraba.
Hera, que estaba furiosa hizo correr la voz de que Hércules había raptado a Hipólita pero al final todo se aclaró e Hipólita entregó el cinturón a Hércules y éste se lo dio a Euristeo.
Los bueyes de Gerión
Décimo trabajo de Hércules. Esta vez debía buscar al gigante Gerión, darle muerte y robarle sus ganados. Gerión era un gigante de 3 cuerpos unidos por el vientre. Tenía al cuidado de su gran rebaño a un perro de dos cabezas hermano del Can Cerbero, el guardián de los infiernos. Cuando llegó le salió al encuentro el perro de 2 cabezas al que Hércules abatió a mazazos. Después salió el gigante Gerión al que Hércules abatió con certeros flechazos.
Hércules emprendió el camino de regreso llevando consigo los rebaños de Gerión. El camino fue fatigoso y perdió algunos bueyes.
Las manzanas de oro
Undécimo trabajo de Hércules. Euricles le ordenó a Hércules que robara las mazanas de oro del Jardín de las Hespérides. Estas manzanas pertenecían a Hera y estaban custodiadas por un dragón de 3 cabezas. Hercules tras superar varios peligros consiguió llegar al jardín, matar al dragón y llevarse las manzanas.
El Can Cerbero
Duodécimo y último trabajo de Hércules. Esta vez y para quitárselo definitivamente de encima le ordenó que le trajera al Can Cerbero que custodiaba las puertas del infierno.
Hércules lo venció con sus propias manos y se lo llevó vivo ante Euristeo.
Cuando Euristeo lo vio llegar se metió corriendo en su tinaja y le dio la libertad a Hércules, el cual, volvió a poner al Can Cerbero en la puerta del infierno, el lugar que le correspondía.
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